La cuarentena me hace rememorar: una historia antártica entre tantas otras

La cuarentena me hace rememorar: una historia antártica entre tantas otras

26 Junio 2020

El confinamiento me ha regalado el espacio para recordar cuando estudié en el extranjero, en plena guerra fría, con Berlín dividida por el muro. También cuando por primera vez estuve en el continente blanco y esa aventura de estar en "el último lugar del mundo".

Ingrid Hebel >
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Fue marcadora la experiencia en mi vida al visitar Berlín en el año 1986, cuando aun existían las dos Alemanias. Con unos pocos marcos en el bolsillo y separada de mi familia durante seis meses, ver la decepción y frustración de los alemanes en el lado oriental y sentir la 2ª Guerra Mundial como que fuera un pasado cercano fue importante.

Después de un largo periplo por el mundo, leo las notas que escribí en el año 1997, cuando fui la primera vez a la Antártica y que no se han extraviado ni de mi corazón ni de mi mente. Escribí en mi diario las “Memorias en el Nuevo Continente” y recuerdo ese viaje tan inusual.

Nos encontramos en el aeropuerto para embarcarnos en el Hércules C-130 de la Fuerza Aérea de Chile con el capitán de la nave. Un tipo relativamente alto, con un bigote a lo “Magnum” (serie de televisión de los años 80) y un sombrero que me hacía recordar aquella visita a Berlín 11 años antes. Me traía a la memoria las gorras que usaban los soldados norteamericanos, típicos de la 2º Guerra Mundial y de las películas de los años 60. Entre mochila, microscopio, cámara fotográfica, trípode, etc. nuestro ánimo permanecía intacto y con el corazón lleno de ilusión. Al cabo de un entrar y salir, los brazos ya no eran los mismos con tanta carga, pero había que andar rápido, porque era cierto que no esperaban a nadie. Nos instalamos en el Hércules uno al lado del otro. Comenzó un ruido ensordecedor de los motores del avión y ahora sí que me creía en la 2ª Guerra, lista para saltar en el paracaídas y derrotar al enemigo, siempre al mando de aquel capitán con cara de “Aliado”.

Afortunadamente, nada de eso era cierto y después de un viaje de unas cuantas horas llegamos a un lugar lindo, hermoso, con formaciones geológicas impresionantes aun con un poco de nieve.

Era Antártica para mí o pre-Antártica para otros. Era la época en que no existía internet, ni antena para teléfono móvil, ni pensar en un teléfono satelital. Era la época en que los investigadores no viajaban en vuelos comerciales al continente helado, ni pasaban por el counter para dejar su equipaje. Era la época en que el único teléfono disponible para la tropa estaba en una cabina en la sala de juegos de la Base de la Fuerza Aérea, donde mientras algunos jugaban una mesa de billar se enteraban de todas las cosas que se hablaban, porque además de hacer fila, había que hablar a los gritos.

Era también la época en que los turistas nos tomaban fotos como que fuéramos “the typical person of the Island” y que preguntaban si buscaba polen fósil para encontrar fuentes de petróleo. Era la época en la cual uno permanecía ausente de este mundo y no se enteraba que hubiera habido una Guerra en el Golfo. Era la época en que el hombre se hacía parte de la naturaleza, casi al borde de cuando el mundo se detiene. Aquel hombre que se entremezclaba con el paisaje, en esa profundidad de silencio o de equilibrada resonancia, mezcla entre soledad y divinidad.

Fue la primera vez que pasé mi cumpleaños en la Antártica, donde uno atesora regalos como un pingüino hecho con la técnica del origami o un simple saludo cariñoso de las personas que están en ese momento al lado de uno. Fue la primera vez que no me importó dónde estaba, porque fui querida y celebrada.

Unas semanas después, en forma acelerada ordené mis cosas, porque volvíamos al continente “no helado” en un vuelo de la Fuerza Aérea brasileña. Todo un fenómeno, hasta con auxiliares de vuelo y desayuno incluido, lo que hoy sería como un “all inclusive”. No me olvidaré del sabor de esa Quiche Lorraine que nos dieron, que cuando la cocino en casa, me hace volver a ese día cuando tenía la incertidumbre de saber si volvería algún día.

Luego de todos estos años, he estado una buena cantidad de veces más en Antártica, viendo cómo evoluciona tecnológicamente el asiento del hombre en la Antártica, llevando en la mochila el tiempo de los anti-valores, donde ya no se conjuga el verbo “compartir”, sino que se conjuga el verbo “competir” y donde la ciencia se ha obligado a la venta de un “producto”.

Afortunadamente existen algunas cosas en Antártica que permanecen y siguen siendo como antes. Después de haber estado en zonas remotas, cercanas a una experiencia a la suerte de Dios y ajenas a estos avances en las comunicaciones, la Antártica vuelve a ser la Peligrosa, la Incomunicada, la Aventurera, la Difícil, la Indomable, la casi al borde de la muerte.

En ese momento, cuando vuelves con la cara partida por el frío y por el viento, con algo menos de peso y algunas magulladuras en tu cuerpo, te das cuenta que traes los bolsillos llenos de un éxito impalpable para otros. Con la misma sonrisa de siempre, del hombre aventurero regresado con vida, la conmoción del reencuentro se hace latente y se repite en el corazón, como que fuera el primer retorno a este mundo diferente.